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Contrastes entre dos mundos
Por Sabrina Carrera
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A primera hora de la mañana, cuando el cielo
todavía está oscuro y promete un nuevo
día de lluvia, la parada del metro de La Sagrera
ofrece un escenario peculiar: en el fondo, las huellas
de la inundación del día anterior, que
cortó la circulación de la línea
5; en la superficie, la zona de trasbordo que, por
culpa de las obras de la Meridiana, se ha trasladado
a la calle.
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Dos vías
peatonales han sido pintadas en la acera y cruzan
dicha avenida. Sorprende observar cómo
la gente no sólo respeta esta organización
sino que, además, no sale de las marcas
viales. Ante semejante espectáculo, resalta
el contraste entre un modo de transporte sinónimo
de modernidad, como es el metro, y el método
antiguo utilizado para reproducir el camino subterráneo
cerrado por obras. Quizás sea también
el anuncio de lo que se puede observar en el barrio
de La Sagrera: un contraste permanente entre lo
antiguo y lo nuevo, entre la arquitectura de principios
del siglo XX y la de estas últimas décadas
que subraya la presencia de los edificios en ruina
en numerosas calles de esta zona.
Entre la avenida Meridiana y la calle Felipe II,
pequeñas calles o “passatges”
tejen la tela del corazón de La Sagrera.
En una plaza sin nombre se alza la escuela “El
Sagrer”, diseñada como una flecha
que crea una esquina en un espacio sin definir.
Dos edificios completan esta presencia contemporánea
y abren el camino hacia unas calles más
estrechas y descompuestas. Esta vez el escenario
parece ser el de un viejo teatro de los años
treinta o cuarenta, en el que ya casi no se percibe
ni rastro de vida humana.
Lejanos ruidos de las fiambreras cerrándose
al amanecer, olor a café de puchero: los
fantasmas del barrio obrero se confunden con algunos
vecinos del barrio que probablemente van a trabajar
o llevan a los niños a la escuela. Pero
cuando se quedan las calles vacías y sólo
se escuchan al fondo las ruidosas avenidas que
unen el barrio con el resto de la ciudad, las
fachadas de las casas de dos plantas parecen decorados
hechos de cartón y madera barata.
En el passatge de Coello se encuentran casas de
1923 y todavía se pueden ver sus antiguas
numeraciones. Algunas fachadas han sido decoradas
con trozos de azulejos de colores variados y otras
con relieves del mismo color que los muros.
Las casas abandonadas ofrecen una visión
desoladora y subrayan la larga ausencia de sus
últimos inquilinos. Terrazas llenas de
plantas o escombros cubren sus techos como sombreros
mirando al sol o a las nubes. Pegado a este pasaje
se encuentra un callejón sin salida, el
passatge del Doctor Torres, que está en
obras. Diecisiete bajos lo componen, aunque algunos
parecen inhabitados. La sensación que se
desprende es extraña: se escuchan ruidos
lejanos de la colapsada Meridiana pero parece
que se está paseando por una calle cuyos
límites se confunden entre lo real y lo
irreal, entre un mundo y otro.
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Una mujer de cincuenta años,
con la tez suave y lisa, sale a la esquina y mira a un lado y otro de la calle. Luego,
tras unos instantes que parecen eternos, suspendiendo
el tiempo, vuelve a meterse en su casa, las manos
en los bolsillos. Sus viejas alpargatas han levantado
el polvo de la obra, ¿o ha sido la niebla de
los fantasmas?
Igual que estos dos pasajes, sus habitantes parecen
salir de un territorio lejano e indefinido. Cabe preguntarse
quién vive en estas casas y si se han llevado
a cabo proyectos de rehabilitación. Un espacio
tan peculiar no puede desaprovecharse, pues estas
calles antiguas son el alma de los barrios. Estos
han crecido desmesuradamente y en su afán por
encontrar una perspectiva de modernidad, ojalá
no pierdan de vista la riqueza de sus zonas “viejas
y destartaladas”.
En algunas calles de La Sagrera, por ejemplo en la
Carrer Mossèn Juliana, se han rehabilitado
ciertas casas, respetando el modelo antiguo pero con
un diseño y materiales contemporáneos.
Junto al timbre de estos pequeños edificios,
resalta el ojo de la cámara del interfono.
La presencia de este objeto, producto de las nuevas
tecnologías, destaca, una vez más, el
contraste que existe en este barrio entre un mundo
antiguo y otro contemporáneo, entre un mundo
casi desaparecido y un mundo que queda por construir:
frente al ojo frío y tecnológico de
la cámara se encuentran los ojos rotos, las
ventanas medio abiertas de las casas en ruinas.
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