La tradición perdida de las bugaderes
Por Manuel Vich

Basta con presionar el botón de “on”, después de haber puesto un poco de suavizante y detergente en la lavadora, para que en cuarenta minutos tengamos la ropa limpia. Pero estos tres sencillos pasos distan mucho del arduo y laborioso proceso que se requería antiguamente para lavar todo tipo de telas y tejidos.

Al alba, los hombres se encargaban de preparar el fuego y ponían a hervir las calderas. A partir de ese momento se daba por finalizada su función en el proceso. Entonces comenzaba el trabajo de las mujeres. Después de una primera lavada, colocaban la ropa dentro de un barreño (bugader, de ahí el nombre de bugaderes) y encima de éste, saquitos llenos de ceniza de carbón vegetal. Vertían entonces agua hirviendo, que se filtraba a través de los saquitos y se convertía en lejía para blanquear la ropa.

Luego, ésta era repasada con jabón y finalmente se ponía a secar. Y muy bien lo debían hacer las vecinas de Horta, porque desde el siglo XVII hasta principios del siglo XX toda la clase pudiente y acaudalada de Barcelona confió la limpieza de sus ropas y enseres a las bugaderes de Horta.

La Barcelona amurallada y masificada, donde resultaba prácticamente imposible tender la ropa, y la riqueza acuífera de Horta, en la que abundaban las aguas frescas procedentes de la riera, provocó tal demanda que se organizó toda una industria lavandera. La profesionalidad de las lugareñas permitió concentrar más de 80 empresas de bugaderia en la zona y favoreció una gran actividad económica.

Los lunes por la mañana las bugaderes de Horta bajaban en carros a Barcelona, por lo que hoy sería el Passeig Maragall, y se concentraban en un almacén de la calle Tapineria. Allí recogían y distribuían los enseres sucios, devolviéndolos los sábados blancos e inmaculados. A veces, las bugaderes iban por las casas y las calles buscando clientes al grito de "la bugadera, qui te roba per rentar (la bugadera, quién tiene ropa para limpiar)". Las visitas domiciliarias y periódicas de éstas, acogidas con familiaridad, eran ocasión de tertulias con las señoras de la casa o su servicio. 

Cuando el jueves se tendían las ropas y sábanas, Horta desaparecía detrás de blancas telas hasta el sábado.  Todas las piezas solían estar grabadas con las iniciales de la familia. En el caso de que no estuvieran marcadas, las bugaderes las diferenciaban cosiendo finos hilos de colores.

Por aquel entonces, las únicas conexiones existentes entre Horta y Barcelona se componían de caminos y senderos que recorrían los campos y bosques que antaño poblaban el Eixample.


Además, para romper con el tedio del viaje o cuando lavaban, las bugaderes, dotadas con unas voces angelicales, cantaban canciones populares sobre el oficio de lavar: "En el poble d´Horta/de bugaderes/ n´hi ha un sens fi/ és poble on s´hi porta/la millor roba/ i la fan lluir."

Alrededor de las bugaderes nacieron muchas creencias, supersticiones y leyendas. Por ejemplo, la tradición popular hace referencia a que no se podía trabajar en unos días determinados, y menos aún en festivos, porque se corría el riesgo de que la ropa se estropeara o  de que las bugaderes sufrieran una desgracia, tal y como cuenta la leyenda de lo que le pasó a dos hermanas huérfanas.

Hace siglos, estas jóvenes lavanderas se preparaban para celebrar el Corpus Cristi. Tenían en mente ir a la procesión y al baile olvidándose de que primero debían limpiar sus vestidos. Su abuela, con la que vivían, no dejaba de recordarles que no podían hacerlo en día de fiesta, pero ellas se rieron y se fueron a limpiarlos a la riera, por la que en esos momentos pasaba un agua clara y fresca. Sin embargo, y como consecuencia de lluvias de días anteriores, el caudal del río comenzó a subir con fuerza arrastrando a las dos bugaderes. Nunca nadie encontró sus cuerpos, pero dicen que a media noche del día del Corpus Cristi, si se escucha con atención la riera se oyen los gritos de  las dos hermanas pidiendo auxilio.

Leyendas aparte, el paso del tiempo y la llegada de la lavadora a los hogares hicieron desaparecer este oficio que tenían en monopolio los vecinos de Horta. Con él desaparecieron también sus tradiciones populares.

Aunque la corta y angosta calle Aiguafreda, compuesta de pequeñas casas acogedoras, sigue ofreciendo intactos pozos de agua y algunos safareigs -lavaderos-, que servían para limpiar la ropa, que nos invitan a mirar al pasado y ver a las bugaderes lavando y cantando.