Un luchador con escaleras
Por Alex Martín

Robarle un pedacito de verde a la montaña puede acarrear consecuencias imprevisibles. Por lo menos eso es lo que pensarían hoy los Alcántara, los Llopis o los Pinent si al mirar por la ventana de sus casas de veraneo, casi un siglo después de que lo hicieran por primera vez, encontraran que allí donde veían viñedos crecen hoy escaleras, y que los árboles que les daban sombra se han convertido en inmensos ascensores.

Y es que el barrio de Roquetes, que se extiende como un manto sobre el cerro de Les Roquetes, del cual ha tomado prestado el nombre, se halla ubicado justo a los pies de la sierra de Collserola. Esta es una zona que le ha sido arrebatada a la montaña y, quizás por eso, sea la propia montaña la que le ha dado al barrio su peculiar identidad.

Los Alcántara, los Llopis y los Pinent, cuyo recuerdo permanece imborrable en las calles que llevan sus nombres, fueron algunos de los primeros en llegar. Pero muy pronto, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, les siguieron los García, los Jiménez y los Martín, entre muchos otros. Los primeros eran de Barcelona y buscaban su segunda residencia, los segundos venían de todas partes de España y soñaban un futuro mejor. Eran familias humildes que llegaban al lugar atraídos por un suelo barato, dispuestos a construir sus hogares con sus propias manos.

Por eso, Roquetes no es tan sólo una maraña de calles estrechas que trepan hacia las alturas salvando desniveles exagerados, como si se tratase de los tallos de una enredadera que buscan la luz. No es únicamente un barrio caótico y deformado, salpicado de escaleras y ascensores, fruto de un hurto hecho con demasiadas prisas y sin planificación. No es sólo un barrio excavado prácticamente en la roca, donde en ocasiones una casa autoconstruida y un bloque de viviendas parece que vayan a besarse. Es un barrio vivo, heterogéneo, luchador e inconformista. Es un barrio aguerrido, hecho a sí mismo, dispuesto a levantarse cuando se siente herido.

Roquetes es, sin duda, un barrio con alma. Y ese alma son sus gentes, que se reúnen en torno a plazas como la del Cenicero, donde descansan los más ancianos; la de Roquetes, donde los domingos juegan los niños con sus familias; o la del Caribe, donde se dan cita los inmigrantes sudamericanos.

El alma de Roquetes también se puede encontrar en los bares como el Dori, uno de los más antiguos, o el Atahualpa, donde se sirven comidas de otras latitudes, o en Mina de la Ciutat, la calle con más vida del barrio, cuyo nombre radica en que “está construida sobre una antigua mina de la compañía de aguas”, según cuenta Arnaldo Gil Albacete, presidente del archivo histórico.

Roquetes es un barrio humilde, que huele a “pa amb tomàquet”, a

gazpacho, a morcilla, a pulpo con grelos, a aceite de oliva, a claveles y a geranios de un patio andaluz, a ropa tendida en mitad de la calle. Pero también, desde no hace mucho, huele a cebiche, a pipitoria de chivo, a curiles, a sancocho y a cuscús. Pero por encima de todo, Roquetes huele a sudor, pero no ese sudor rancio de cada mañana en el metro de la ciudad, sino al sudor del trabajo bien hecho, al sudor del sacrificio, de la lucha del día a día.

“Vivir en el monte es lo mejor que hay”, exclama orgulloso Manuel Martín Martín, vecino del barrio. Pero no se trata de una tarea sencilla, por eso el movimiento asociativo ha sido elevadísimo ya desde su creación. “Se trata de una cuestión de necesidad, la vida aquí arriba no resulta fácil”, comenta Rafael Juncadella Urpinas, uno de los líderes del movimiento asociativo en el barrio y medalla de honor de la ciudad de Barcelona por esta labor.

Son su capacidad asociativa y ese espíritu luchador los motivos por los cuales Roquetes se ha convertido en uno de los barrios más reivindicativos de Barcelona: manifestaciones, encierros y protestas son casi constantes desde su nacimiento. “Cada cierto tiempo preparamos una manifestación para no perder la costumbre, porque siempre hay algo que mejorar”, bromea Juan José Matos Plaza, vicepresidente de la asociación de vecinos.

Fruto de tantas reivindicaciones, Roquetes es hoy un barrio con la piel levantada: ampliaciones del metro, rehabilitaciones de centros culturales o la inclusión del barrio dentro de la “llei de barris”, son algunos de los recientes éxitos conseguidos por sus habitantes.

Pero a pesar de los éxitos, el barrio permanece incansable y, lejos de seguir el ejemplo del Castillo de Torre Baró, que observa impasible a la ciudad desde lo alto, Roquetes no tiene tiempo para pararse a disfrutar de las privilegiadas vistas que se le ofrecen a sus pies, porque debe seguir al pie del cañón, luchando para reivindicar lo