Tres vidas que cuestionan
Por Bernardo Bejarano

El mediodía de este viernes no parece muy prometedor frente a la cervecería Max, un local como tantos otros que se apiñan a un lado y otro de la carretera de Sants, muy cerca de la plaza del mismo nombre.

En la puerta, Marcela, Jaimar y David ven pasar la vida como un frenético carrusel de personas anónimas que los ignoran una y otra vez. “Hola, ¿tienes cinco minutos para una encuesta?”, es el comienzo y a la vez el final de sus fugaces parlamentos.

-¿De qué se trata? –pregunta un muchacho con pinta de universitario.
-La idea es que nos des tu opinión sobre una nueva marca de patatas fritas. Son sólo cinco minutos –se apresura David a responder.

Pero a decir verdad, este estudiante necesitará cerca de un cuarto de hora para entrar, atravesar el comedor desierto, acomodarse en una de las mesas del fondo, cerca del baño, probar tres paquetes plateados de frituras con sabor a queso y contestar unas 15 preguntas sobre cada uno, incluida la optimista “¿qué tan adecuado cree  que sería presentar este producto como beneficioso para la salud?”.

“La gente está cansada de las encuestas, y lo entiendo. Es que ya son demasiadas. Las que peor nos tratan son las mujeres entre los 35 y los 50 años. Son unas hijas de puta”, opina Marcela, una chilena de 29 años y actitud luctuosa.

En medio de un resfriado que amplifica sus miserias, cuenta que llegó hace tres años a Barcelona para “escapar del sistema de mierda de Santiago”, donde se graduó como publicista. Hoy, ya con sus documentos en regla y un empleo relativamente estable, la idea de la huída vuelve a rondarla.

Jaimar, en cambio, dice que se quedará hasta poder trabajar en lo suyo, la hotelería. No importa que el primo que la convenció de cambiar Venezuela por Europa se haya largado a Noruega después de gastarse los 800 euros que ella consiguió prestados en Mérida, su ciudad natal.

Tampoco importa que su atractiva figura de adolescente y sus expresivos ojos oscuros no hubieran rendido al policía que ayer la multó con 40 euros por colarse en la estación de metro de la Plaza de Sants. O que intentó multarla, pues ella utilizó el ‘seudónimo’ que tiene memorizado para estos casos, junto con la disculpa de que no le gusta salir con sus documentos por miedo a perderlos.

Ni siquiera le importa recibir apenas 6 euros por hora, no poder cobrar sino un mes después de haber prestado sus servicios ni que la esposa de su jefe sienta asco por los ‘sudacas’. “Al fin y al cabo –reconoce– es la única empresa del sector (de la investigación de mercados) que contrata gente sin papeles”.

Con tres meses en la capital de Cataluña y 24 años cumplidos, lo único que le interesa a Jaimar es no volver a su país ‘con el rabo entre las piernas’.

La historia de David es de película. De hecho, es muy similar a la de Lester Burnham, el personaje central de Belleza americana. Medio calvo y con cara de bonachón, a lo Kevin Spacey, cuenta que en otra empresa llegó a ser el jefe de 60 encuestadores.

“Vivía a un ritmo frenético. Era como si estuviéramos buscando la vacuna contra el cáncer en lugar de estar aplicando unas simples encuestas. Después de 10 años, acabé harto”, confiesa este catalán casi cuarentón.

Para él, el principal problema de este negocio radica en un círculo vicioso: no hay entrevistadores profesionales porque no se ofrecen buenos contratos, y viceversa. Esto hace que la rotación de personal sea demasiado alta, con lo cual se pierde buena parte de los esfuerzos de capacitación.

Por todo eso, al igual que el personaje del filme de Sam Mendes, renunció a su prometedor empleo y buscó otro que le demandara la menor responsabilidad posible. “De responsabilidad 100 pasé a 10”, calcula.

En consecuencia, ya no gana 1.300 euros fijos todos los meses, sino cerca de 1.000 cuando hay trabajo. Sin embargo, se declara feliz.

¿Y Jaimar? ¿Y Marcela? No saben, no responden.