Al igual que cada dos días en los últimos dos
años, la cabina del locutorio se llenó de frases
de amor para su hija de 7 años, de promesas
trilladas, de preguntas con respuestas evasivas
y de las dolorosas pero inevitables mentiras
con las que, durante todo este tiempo, le ha
dibujado una vida ficticia a su pequeña. Todo
ello a través del teléfono. Esta vez la llamada
a Rumania duró casi 20 minutos, el mismo tiempo
que Valentina utiliza para brindarle un momento
de placer sexual a cualquiera de sus clientes
que la buscan todas las noches en la calle San
Ramón, en el barrio del Raval.
Con su vestir reservado, sus expresivos ojos
verdes y el cabello cogido en una cola de caballo,
nadie dudaría de la historia que Valentina,
de 26 años, le vende durante el día a sus familiares:
que vive muy feliz en Barcelona y que trabaja
como dependienta en una tienda donde no le pagan
mucho por su labor. Ahí en el locutorio del
barrio donde habita, San Boi, sus vecinos también
se lo creen cuando, bajo la misma apariencia
con que se pasea por las calles después de comer,
alrededor de las 4 de la tarde coje un autobús
y luego un metro para desplazarse al Raval.
Allí ya tiene su espacio reservado en una esquina
al lado de casi un centenar de prostitutas de
distintas nacionalidades. En su sencillo piso
en San Boi sólo deja unas pocas pertenencias
y al marroquí de 23 años con el que comparte
su vida desde hace más de uno. Él sabe perfectamente
a lo que ella se dedica. Según cuenta fue traída
a Barcelona junto a una amiga, engañada por
un Rumano que les aseguró un trabajo serio "y
no tan denigrante".
"Así salí de mi país y ahora no tendría cara
para decirle a mis padres y mucho menos a mi
hija que soy una puta y que follo en la calle.
Mi padre me cortaría la cabeza", dice en un
español bastante claro. Al Raval llega con un
pequeño bolso atado al cinturón de su pantalón,
con el peso de haberle mentido una vez más a
su hija y con la incertidumbre de cuándo llegará
el día en que la historia de la tienda se haga
realidad. Después de dos años de prostituirse
en la oscura, lúgubre e incluso peligrosa calle
San Ramón, Valentina tiene su espacio y hasta
el poder de la antigüedad para decirle a las
más nuevas que se retiren de la zona porque
es su turno.
Aquí llegó con el mismo rumano que la trajo.
"Él se convirtió en su chulo y ella tenía que
trabajar para él", cuenta Sonia, la dependiente
del bar de la esquina en la calle San Ramón.
Los primeros seis meses tuvo que trabajar para
él hasta que un día cualquiera su paisano se
fue de Barcelona sin dejar rastro. Valentina
siguió sola con su trabajo, en horarios a su
antojo y sin tener que compartir con alguien
parte de los 100 euros que puede hacer una noche
entre semana o de los 300 euros los viernes,
sábados y domingos. La pregunta es obvia: por
qué no deja la prostitución.
La respuesta de Valentina es su ilegalidad
en el país, la falta de papeles para lograr
un trabajo formal y la escasez de dinero para
pagar un viaje de regreso a su país y de paso
llevar un poco más para darle a su familia.
Con lo que gana ahora le alcanza para pagar
parte del alquiler del piso, comprarse sus alimentos
y enviarle a su hija 100 euros a la semana.
Ahí, en la calle San Ramón, recibe clientes
nuevos o a los fijos, como el caso de un ecuatoriano
que la busca una vez a la semana. Le paga 30
euros, como todos, y entonces entran a la habitación
de un pequeño hotel que está ahí mismo y dentro
lo único que le pide es que lo escuche. "Me
habla de sus penas, de su esposa, de sus hijos
y solo me busca para eso. Nunca me ha pedido
sexo".
Pero este es un caso muy distinto al resto
de sus clientes, que en 20 minutos deben probar
los placeres sexuales y saciar sus necesidades
en un solo quejido después de agitarse sin darse
ni un solo beso y sin tocar más que los bordes
de la acostumbrada cama para tomar impulso.
"No me pueden besar, tampoco tocar. Siempre
me quedo con la blusa y no me la pueden quitar.
Es solo follar. Con la boca nada y por detrás
tampoco. Si no quieren que busquen a otra. Tampoco
consumo drogas", sentencia Valentina como en
una especie de decálogo. Según dice, en el contacto
inicial siempre se lo aclara a sus clientes
marroquíes, pakistaníes, indios, ecuatorianos
o españoles. Aunque la sombra de la mentira
a su familia la persigue donde esté, y más la
recuerda cuando, de repente, la persona que
la aborda resulta ser un vecino de San Boi quien
tras su cara de sorpresa al descubrirla, prosigue
con su intención y le pregunta cuánto le cobra.
"Les digo que me dejen, que busquen a otra.
Me da mucha vergüenza. Nunca podría estar con
uno de ellos". Pero Valentina sí logra no hacer
el sexo, sino como ella misma lo describe, el
amor, con su compañero marroquí. Al principio
le fue muy difícil marcar la diferencia y entender
que a él sí lo quiere, pero no hasta el punto
de solucionar su ilegalidad y su mundo callejero
con un matrimonio. "El tiene sus papeles en
orden y yo podría tenerlos si me caso y trabajo
en algo que no me avergüence. Pero yo no sé
si quiero estar toda la vida con él y no quiero
conseguir los papeles de esa forma", dice. A
veces parece que vive atrapada en su propia
realidad de la que se ha acostumbrado más que
de la ilusión de verse trabajando en la tienda.
Algunos vecinos del Raval también la buscan
para un rato de placer, pero no se va con cualquiera.
Y es que Valentina conoce muy bien el barrio
y lo describe con sencillez: "esta zona era
más peligrosa hace un año, ahora hay más policías,
pero roban a la gente y hay mucha droga. Ya
no hay tantos pleitos con sangre como antes.
Ahora es más tranquilo". Pero hoy, al igual
que antes, ella y las otras prostitutas están
expuestas a que la policía llegue a por ellas
y las lleve a una celda hasta 72 horas por estar
ilegales. Valentina ha tenido suerte y solo
ha estado presa en dos ocasiones. Una durante
dos días y otra vez estuvo cuatro. En la segunda
ocasión estaba embarazada de dos meses, terminó
custodiada en el Hospital del Mar por un repentino
aborto. Ella lo achaca al frío de la celda y
a la impresión de verse en manos de la policía.
Desde entonces las autoridades la han dejado
trabajar tranquila hasta avanzadas horas de
la madrugada cuando ella misma decide irse a
su casa a dormir. Allí no se levanta hasta la
1 o 2 de la tarde. "No pienso seguir mucho con
esto. Lloro mucho por mí, por mi hija,
por mis padres… pero prefiero hacer esto que
robarle a la gente para poder vivir". Dos días
después, Valentina acude de nuevo al locutorio
para preguntarle a su hija sobre sus avances
en los estudios, en el inglés, y a prometerle,
una vez más, que pronto volverá a casa con la
muñeca que tanto le ha pedido que le lleve.