Por Ricardo Ginés
Hipocresías del multiculturalismo

Lo propio, lo extraño: la política se nutre de conceptos antagónicos. Nosotros, vosotros: no somos los mismos. Nunca llegaremos a serlo. Preguntar por el significado del "otro", de lo "extraño", lo ajeno, significa de modo inevitable cuestionar políticas identitarias y negarse o aceptar la pregunta de hasta qué punto es válido un pasaporte o el saber del origen para definir a una persona.

¿Por qué nos aferramos al lugar de nacimiento de una persona para explicar quién es? ¿Por qué partimos siempre de las diferencias siempre que hablamos de culturas? Y es que lo curioso es que, como dicen los berlineses, "Berlin als Ort kann nicht Heimat sein, wohl aber der Kiez." (Berlín como lugar no puede ser patria, pero sí, en cambio, el barrio). Lo que supone que vivimos cada día, sobre todo en una gran ciudad, rodeados de e influidos por muchos y variados factores culturales. Estar expuestos de forma ininterrumpida o no a este fenómeno diluye a la larga el grado de diferenciación. Las barreras entre cultura propia y extraña son, de este modo y siempre que deseemos, permeables. Dicho de otro modo: la superación de la contingencia cultural desmantela las barreras de lo conocido convirtiendo la propia cultura en una decisión y no en algo ajeno a la voluntad humana.

El no desear saber de lo ajeno, el no desear cambiar a través del otro, se supera a través del distanciamiento. Y nos alejamos precisamente porque ya creemos saberlo todo. De forma conceptual esta sustitución se traslada a la admiración (¡Qué cultura más auténtica! ¡Cómo han preservado su identidad! ¡Qué originales que son!) o dramatización de las diferencias culturales-el Islam, sin conocerlo siquiera, como amenaza. Ambas formas de distanciamiento llevan al mismo peligro: etnificación de problemas sociales. Ese es el objetivo y el medio es sencillo: que la voz del extraño no cuente, que siempre esté determinada desde el exterior porque al conocer ya todo sobre su forma de actuar la estamos haciendo predecible. O desde el interior, envenenado de esencialismos. Sostener, por ejemplo, que los catalanes, por no ir más lejos, son trabajadores, todos y eternamente, se acerca peligrosamente a expresiones racistas del tipo "los negros tienen la música en la sangre" o "joder con los gitanos, siempre tan soberbios." El multiculturalismo, de esta forma, se basa como ideología en el etnopluralismo, es decir, en la imagen de una sociedad extraña como antagónica a la propia y con ello en un concepto de cultura esencialista y atemporal, y por lo tanto, ahistórico. Se convierte en un racismo sin razas, desde la distancia, transformando cultura en naturaleza, en algo ajeno a la voluntad humana. En suma: un racismo que "respeta" lo que toma por sobreentendido: la "autenticidad" del otro, su identidad opuesta a la propia. Siempre fuimos tan, tan distintos. Extranjeros que siempre van a seguir siéndolo.

Pero la construcción de una cultura, del tipo que sea, como algo estático y no dinámico, como algo dado y terminado, fosilizado (¡muerto!) y no como proceso, se burla de la extraordinaria variedad de la historia. Es necesaria para crear el mito de una nación cultural, siempre, pero oculta dentro de una sociedad, cómo no, con éxito y premeditación, la contradicción interna fundamental: la del trabajo y el capital.