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El Columpiu, ¡pasen y vean!

Esta tienda de muebles de segunda mano ha pasado de capricho a necesidad

JUAN MANUEL OÑA

No importa lo que uno sea en esta vida, ni la edad, ni el tiempo, ni si ha salido el sol o cae un chaparrón. Los almacenes de segunda mano son casi siempre lugares fascinantes. Uno se adentra en ellos como si fuera un niño yendo al trastero de la casa de vacaciones de la familia; ese espacio donde te puedes encontrar con la bicicleta que montarás durante el verano o con esa maleta polvorienta que reutilizarás algún día.

Reportaje: Menos casas, menos muebles
Joan d'Olot, propietario del Columpiu

En pocos lugares los objetos adquieren su significado como en una tienda de muebles de segunda mano. Parece como si hubiera que juntarlos todos, en una suerte de caos, para que cada uno pueda reafirmar su “personalidad”. En un mundo donde todo empieza a ser demasiado virtual, es un placer consumir el tiempo rodeado de esta concreción.

En este caso me adentro en un almacén de muebles de segunda mano de la calle Bailén. Su nombre es un verdadero reclamo para el visitante: el “Columpiu”. Al entrar, a uno le apetece decir en voz alta: “¡Entren y vean!”. Doy pocos pasos y estoy rodeado de armarios, estanterías, sillas, sofás, mesas, camas... Encima, debajo o al lado encuentras: cajas de puros, lámparas, bicicletas, bustos de maniquíes, una máquina enorme de caramelos… Todavía no he llegado al final del almacén y ya me imagino llenando una casa con la mitad de estas cosas. Pienso en lo aburrido que es Ikea. Me sereno e intento recordar el porqué de mi visita a este fantástico lugar.


¡La crisis! ¡Ah sí! La famosa crisis...

El encargado de este “cajón de sastre” es Joan d’Olot. Joan es un tipo alto,  fuerte, y se mueve entre los muebles con una soltura envidiable. Mientras habla conmigo regatea precios con un cliente y arregla una mesa cuya vida útil depende de un tornillo.

“Claro que hay crisis, la hemos notado en los últimos meses, la gente ahora solo compra lo elemental, lo necesario, sofás, camas. Ya no compran ‘pijadas’. Antes se lo podían permitir, ahora, lo que te digo, lo necesario”. Joan dice esto al lado de esa enorme máquina de caramelos que ha atraído mi mirada antes, por no hablar de un órgano de pared de los años setenta.

Le explico a Joan que algunos medios de comunicación afirman que la “crisis” puede beneficiar a algunos sectores, como el de la venta de productos de segunda mano. “Desde que la televisión habla de crisis yo vendo menos, eso está claro”, replica. Sigo insistiendo y le pregunto si es demasiado pronto para saber si hay una influencia real de la crisis. En ese momento, una chica interrumpe nuestra conversación. Le pregunta si es posible bajar el precio de un objeto (no llego a entender de qué se trata, pero deduzco que podría ser una bicicleta, ya que escucho la palabra cadena, aunque también podría ser cualquier otra cosa).

Los muebles se amontonan en la tienda


Discuten durante un par de minutos y la chica se va sin haber conseguido lo que pretendía.

"Ves, si no hubiera crisis esta chica hubiera comprado lo que quería”. De nuevo me quedo con cara escéptica y sin darme tiempo a retomar mi pregunta Joan dispara: “A los que no les afectará la crisis será a los de Ikea, a nosotros sí, los del gremio lo estamos notando y no nos están yendo las cosas muy bien”. Paradójicamente, cinco minutos después el mismo Joan me explica que este febrero están teniendo más ventas que el mismo mes del año pasado.

Como no deseo salir de allí en plena discusión y me interesa poder volver a este “espacio recreativo”, me despido de Joan indicándole que me reserve ese busto de maniquí que reposa tumbado encima del sofá de cuero rojo.

Quizás todavía sea pronto para ver si la crisis está afectando al mercado de muebles de segunda mano del mismo modo que a otros sectores. Crisis o no, ningún Ikea en el mundo puede competir con estos “cajones de sastre”.

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