PORTADA | Drogas | Una narcosala en el Raval

"Consumo droga de la buena"

Antonio gasta una media de 100 euros al día en heroína

ELLIETT CABEZAS

Es día de carnaval en Barcelona. Por las calles del centro vuelan confetis de colores y se escuchan fuera de compás los repiques de pitos y cornetas. En el barrio del Raval se le ve a los niños caminar disfrazados con mascaras de papel. Transitan con total normalidad, de la mano de sus padres, frente a la Sala de Consumo Higiénico que se encuentra en la Plaça Blanquerna. A esta sala, también conocida como Baluard, acuden diariamente centenares de toxicómanos locales y extranjeros, como Antonio, un joven de 25 años de origen napolitano. Hace tres años que vive en Barcelona y dice que hace nueve que es consumidor de “caballo”; nombre popular que se da en el mercado a la heroína.

Reportaje: Más baratas y de peor calidad
Antonio, al fondo, habla con otros usuarios

Todos los días, Antonio acude a la sala de venopunción con la dosis que suele comprar por 10 euros. Asegura que él consume de “la buena”. Compra la droga en el barrio del Raval, pero “no a los negros, porque ellos te venden porquería”. Nando, como le llaman los colegas que se encuentra a su paso por las Ramblas mientras conversa conmigo, se gana la vida atracando. “Cuando voy a robar me cambio de ropa. Aquí en mi mochila llevo pantalones y camisas de buena marca. Me quito el piercing, me baño y entro sin problemas a las discos”.Cuando le va bien vende la mercancía en 200 euros y un mal día equivaldría a 50 euros. Confiesa que su consumo de estupefacientes no ha disminuido con la crisis. “Yo vivo de puta madre. Duermo bien, en una casa Okupa en Vallcarca. Como con 20 euros y consumo casi a diario 100 euros en caballo. Además de mis paquetes de cigarros”.

Antonio no es adicto a la metadona, una sustancia con cualidades similares a la morfina y que es administrada gratuitamente en las salas de venopunción como parte del Plan de Salud Pública. “Yo prefiero buscarme la vida. La metadona no la puedo mezclar, si lo hago casi no siento el efecto del

caballo”. Todo esto me lo cuenta arrastrando las palabras. Le cuesta mantener abiertos sus ojos. Se le ve cansado, desgastado, demacrado. Tiene quemaduras en el cuello. La mano izquierda la lleva vendada con gasa porque lo hirieron en una pelea. En la sala Baluard lo curaron. Camina despacio, sin prisa, sin rumbo. Intenta no perder el hilo de lo que me va contando. Él prefiere asistir a la sala de venopunción de la Cruz Roja, que es la primera que se creó en el barrio y en España. Dice que ahí le atienden de manera más amable y le ofrecen comida a cualquier hora. En cambio, en la sala Baluard tienen un horario de 9 a 11 de la mañana para desayunos y de 7 a 9 de la noche para cenas.

Los vecinos del barrio no cesan de quejarse por la existencia de estos dos centros, los cuales son asistidos por médicos, enfermeras, educadores sociales y agentes de salud. En ellos se les brinda ‘jeringas’ nuevas a los adictos y se les provee de todos los elementos que necesitan para suministrarse la droga que llevan consigo. Lo hacen en un espacio en los que encuentran algo de intimidad, sentados frente a una mesa. Aquí los drogadictos pueden pincharse bajo la supervisión médica que impide que sufran una sobredosis. También ofrecen la posibilidad de que los usuarios se den una ducha y puedan tener acceso a prendas de ropa si lo necesitan.

Antonio no requiere ninguno de esos servicios de higiene, pero Jimmy, un joven de Nueva Guinea sí. Él duerme en la calle y está pasando por un período de “mucho sufrimiento”, reconoce con el semblante tranquilo, o más bien, sedado por el efecto de la metadona. Tal vez hoy por ser día de fiesta el ambiente en la sala Baluard está tranquilo. La patrulla de turno no ha registrado ningún incidente y el vecino más próximo, el dueño de un taller de mecánica que está justo enfrente, dice

Un toxicómano a su salida de la sala Baluard
que hoy parece que no habrá ningún “follón como los que se montan a veces cuando se pelean”. Pere, el mecánico que regenta el taller, cuenta que en las noches más frías algunos adictos llegan a romper las ventanas de los coches para dormir dentro de ellos.

Antonio y su amigo Marco no pasan por esos apuros. Ambos caminan hacia las Ramblas en busca de nuevos clientes a quienes venderles “un chocolate” por veinte euros. Antonio se detiene de repente y va en busca de una cajetilla de cigarro que ve tirada en una basurera. Recicla sin asco un taco de cigarro. Le da una calada y me pregunta: ¿de qué te disfrazarás esta noche? ¡Estamos de carnaval! Yo creo que será un bufón, me dice con la mirada perdida en el horizonte. “No sé”, le respondo.

Nando se despide dándome un apretón de manos y va donde Marco que ya ha conseguido a una pareja de turistas interesados en su venta secreta a plena luz del día sobre la calle Comerc

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