PORTADA | Comedor | Cuando el hambre aprieta

Lentejas con arroz y pollo

Hasta el hambre tiene que hacer fila y esperar su turno

EVA BARRIO

Pasan diez minutos de las 10 de la mañana en la Plaza Sant Agustí. Ciento cincuenta personas esperan. Tras las paredes del convento que enmarca la plaza, las misioneras de la caridad de la Madre Teresa de Calcuta preparan el primer turno de comida. Fuera, caras de hambre. ¿Tiene cara el hambre? Sí, de desesperación, de miedo y ante todo de gana.

Reportaje: Algo para comer, por caridad
Más de un centenar de personas hacen cola
Han pasado veinte minutos. Finalmente Juan, el portero del convento, abre la puerta. La gente se arremolina tras la reja gris. Pero hay que esperar un poco más; sólo pueden pasar siete personas a la vez. “Se acabó. Tienen que esperar el siguiente turno. 11:15”, se escucha la voz de Juan. Mientras, a calmar la barriga con agua. Hasta el hambre tiene que calmarse.

Dos jóvenes subsaharianos se quedan en la puerta. Ambos van bien vestidos: el uno con un impoluto jersey verde brillante y el otro con camisa rayada azul y blanca y chaleco gris a rombos rojos y negros. Sus atuendos contrastan con el chándal rosa despintado y la camisa negra deslavada de la joven pareja que se retira a esperar el segundo turno al pie de la escalinata del convento.

Linda y su novio visitan con frecuencia este comedor. Hoy llegaron un poco más tarde que de costumbre a hacer la fila. Tendrán que esperar tres cuartos de hora para probar el primer bocado del día. “En días la comida es buena, otros no, pero contra el hambre no hay pan duro”, dice Linda
mientras deja caer su mochila. A Pedro también se le ha hecho tarde. “Pues nada, a dar una vuelta y regresar luego”. Pedro es chileno, viste una cazadora azul marino y una bufanda roja. Tiene unos ojos pequeños pero con mucho brillo, una sonrisa grande que no se borra de su cara aún cuando dice que está ya pensando en regresar a su país.

En Barcelona, Pedro ha trabajado en un bar, en una charcutería y ahora es repartidor del periódico 20 Minutos. No hace tanto que visita este comedor social, unos tres meses; antes comía en casa. Pero desde que perdió el trabajo en la charcutería las cuentas no le salen. “Casi todo se va en pagar los 150 euros de alquiler por la habitación”, dice. En veinte minutos volverá a ver si hay más suerte y puede comer en el segundo turno.

“Ahora ya tenemos un turno más. Había mucha gente que se quedaba fuera”, comenta José María, miembro secular de la congregación. “Ya no hay tanto africano o latinoamericano. Ahora hay más españoles”, dice José María. Cada vez más, el comedor social recibe gente que antes ni se hubiera imaginado tener que comer gracias a la buena voluntad de otros. Parejas o familias que pasaron de tener un ingreso seguro a estar en el paro y no tener ni idea de cómo pagar su hipoteca y a la vez poder llevar pan a la mesa. La situación es difícil y la gente tiene que comer.

Son apenas las 10:45, los del primer turno han empezado a salir. Algunos terminan de mordisquear lo último del cruasán, otros aún se limpian los labios con la servilleta. Cuando el hambre aprieta y son tantas las bocas que hay que llenar, la sobremesa sobra. Ni café, ni postre; comer y para casa. Y se tiene que comer bien porque siempre está la duda de cuándo podrán volver a probar bocado. Con suerte alcanzarán los bocadillos de la Barceloneta o llegarán a hora para entrar en el comedor de Diagonal; si no, hasta el día siguiente.
Hay quienes se quedan en la puerta

En la esquina, dos hombres hablan. Uno da clases al otro; le dice a donde puede ir para comer, a qué hora, cuál es un buen lugar y cuál es mejor. El alumno anota todo en una pequeña libreta marrón. “¿Comida? Tú comes lo que te da la puta gana. Tienes comida pero no tienes techo, es como el que dice que tienes cemento pero no tienes ladrillo”, esta es la última lección del día.
Pedro ha regresado. Linda y su novio siguen en la escalinata. La gente del segundo turno empieza a llegar. Hoy lentejas con arroz y pollo; mañana ya verán
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