Los gallegos de Vallvidrera
Por Celtia Traviesas
“Me vine sola con 15 años y ninguna maleta. Una hermana de mi padre que yo no conocía me recogió en la estación. Atendían una pensión ella y mi prima. Me trataban muy mal. Esa misma semana empecé a servir en una casa del Eixample. No sé leer, nunca fui a la escuela”. Albina González es una mujer alta y fuerte. Llegó a Barcelona en 1950. Cuatro años más tarde conoció a su marido en Plaza Catalunya.
“Los gallegos nos juntábamos allí los domingos. A mí me gustó nada más verla”, dice Evaristo achinando los ojos al reírse. Él llegó en el 48, tenía 14 años. “Un hermano se había venido antes. Yo me subí al tren con nueve cupones en la cartilla de racionamiento y durante muchos meses viví en las barracas de Montjüic.”
Albina y Evaristo viven en Villa Margarita, frente al Baixador de Vallvidrera. Llevan aquí 34 años. Casitas amontonadas escalan este costado de la montaña hechas a retales, cosidas a mano como chabolas en los cerros de cualquier ciudad latinoamericana. Muchas son ilegales. Hace tan sólo un par de años, en esta zona no había alumbrado, ni alcantarillas, ni bus urbano. Pero ahora varios chalets de diseño se alzan invadiendo el paisaje humilde que moldearon los inmigrantes hace más de cincuenta años.
Entre 1860 y 1970 salieron de su país rumbo a América y luego Europa, más de un millón de gallegos. A Cataluña llegaron, sobre todo, con la oleada migratoria de los años 50. Junto a andaluces
aragoneses y castellanos. Esta emigración fue de estancia y no de paso. La mayoría de los que vinieron a trabajar se quedaron y Cataluña fue, además, tierra de acogida para los gallegos que volvían de Suiza, Alemania o Francia. Alfredo Castro desayuna zumo de limón y sale a respirar el aire fresco cada mañana. Presume de buena salud y a sus 77 años vive solo, viudo, en una casa de ladrillo que contrasta con su vestir impecable. Una sola planta mira hacia la entrada con dos ventanitas verdes y una puerta de aluminio blanca. Una malla de alambre oxidado parece contener el empeño de cuatro arbustos por extenderse hacia la calle. "Me vine en el 46. Paraba en casa de una tía. Tenía 17 años y lo que más me gustaba entonces era bailar pasodobles. Trabajé durante dos o tres años en la Fábrica de Gas. Vivía con mi mujer en Poble Sec. Su padrastro cuidaba una portería y nosotros pusimos en un altillo la cama. No pagábamos nada. Luego conseguí empleo en Sant Cugat".
Domingo Touro es un poco más joven que Alfredo y por su aspecto, tan moreno, más parece andaluz que gallego. El se vino en el 57 ya casado, después de estar en Bilbao. “Aquí ganaba 4.000 pesetas al mes en la empresa de Transportes”. Hace 20 años que junto a su mujer compró la finca para pasar el verano y los fines de semana. Por etapas fueron construyendo la casa, cerca del pantano. “Este sitio lo conocimos porque el Centro Gallego celebraba aquí las Fiestas de Santiago”.
Los miércoles a la tarde, los gallegos de Vallvidrera se reúnen en el Elèctric, un antiguo hotel de Les Planes convertido en Centro Cívico. De Galicia no quieren saber nada. “Ourense sólo me recuerda hambre y miseria”, dice Albina cuando Evaristo deja un hueco para sus palabras.
“El gallego no protesta, emigra”, decía el político y escritor Alfonso D. Rodríguez Castelao. En el año 2003, 23 mil jóvenes gallegos salieron de su tierra para buscar trabajo. Según el Instituto Galego de Estadística 15% de ellos se asentaron en Barcelona. Salió de Galicia su capital humano mejor formado.
Mientras el coro de la gente mayor ensaya los villancicos, Alfredo tararea bajito cómo suena una Alborada. Barcelona les brindó las oportunidades que ellos venían buscando. Nunca se sintieron discriminados. “Pero hicimos los trabajos peor pagados”, dice Domingo y sonríe resignado. Tras la ventana del Elèctric, una mujer sudamericana pasa el puente hacia la estación del tren con un carrito y un niño envuelto en un gorro y una bufanda. Es raro ver gente de otros países por estos barrios. “Se vienen por hambre, como vinimos nosotros, dice Albina. Pero claro, aquí ya no hay sitio para tantos”.
A Alfonso todo esto le interesa poco. Acomoda su bastón bajo el brazo y se marcha caminando a casa como si la pierna no le fallara. De niño andaba descalzo. El atardecer, recuerda, es buen momento para las canciones.